Voy a empezar esta reflexión filosófica con una de mis anécdotas, y os garantizo que esta es una pero bien reciente. Me levanté temprano, desayuné, me vestí, guardé las cosas en la mochila y al estar buscando la batería por todas partes, tuve que irme con un pelo más desaliñado que un pompón en una fiesta eléctrica. Salí sobre las 11:30 y llegué a la facultad sobre las 12:00, vamos, puntual. Tras esperar a mis compañeros, nos dirigimos a hacer la presentación de Powerpoint para una exposición que teníamos que hacer ese día.
Era una jornada tranquilita, no había ni un alma por ahí y no tuvimos muchos problemas para terminarlo todo. Llegamos a parar durante un rato para comer, cogimos unos bocatas, charlamos y cuando el Sol nos terminó de dar la vara, entramos para estudiar nuestra materia. Tras unas cuantas horas, volando fugaces e incansables, llegaron las 18:00 y la exposición estaba a un paso de poder empezar. Tal vez os preguntéis por qué os cuento mi vida. Pues bien, la cuestión es que aquel día aprendí una lección importante.
Había estudiado la primera mitad del trabajo en mi casa, la otra mitad la estudié en la facultad y, aunque estuve nervioso e inseguro, ese día acabé haciendo la exposición. La verdad, a veces me daba la sensación de que me había saltado algo, pero no, todo estaba en orden y todos los detalles importantes no los había pasado por alto. Cuando acabé, tras unos minutos de comentarios, satisfacción y felicitaciones, me quedé pensando:
Había estudiado hasta el último momento el tema de exposición, mis compañeros sabían de antemano que conocía todos los aspectos de arriba a abajo. Me preocupé por tener todos los conocimientos a punto, y aun así, al principio me rajé y me quedé en silencio, no quería salir.
Os voy a plantear una serie de preguntas, en un tono más colectivo (no del grupo en sí, sino para todos):
Era una jornada tranquilita, no había ni un alma por ahí y no tuvimos muchos problemas para terminarlo todo. Llegamos a parar durante un rato para comer, cogimos unos bocatas, charlamos y cuando el Sol nos terminó de dar la vara, entramos para estudiar nuestra materia. Tras unas cuantas horas, volando fugaces e incansables, llegaron las 18:00 y la exposición estaba a un paso de poder empezar. Tal vez os preguntéis por qué os cuento mi vida. Pues bien, la cuestión es que aquel día aprendí una lección importante.
Había estudiado la primera mitad del trabajo en mi casa, la otra mitad la estudié en la facultad y, aunque estuve nervioso e inseguro, ese día acabé haciendo la exposición. La verdad, a veces me daba la sensación de que me había saltado algo, pero no, todo estaba en orden y todos los detalles importantes no los había pasado por alto. Cuando acabé, tras unos minutos de comentarios, satisfacción y felicitaciones, me quedé pensando:
Había estudiado hasta el último momento el tema de exposición, mis compañeros sabían de antemano que conocía todos los aspectos de arriba a abajo. Me preocupé por tener todos los conocimientos a punto, y aun así, al principio me rajé y me quedé en silencio, no quería salir.
Os voy a plantear una serie de preguntas, en un tono más colectivo (no del grupo en sí, sino para todos):
- ¿Por qué no habíamos planteado que, aunque saliéramos e hiciéramos algo mal, al menos lo haríamos con todas nuestras ganas, nuestro esfuerzo y nuestra dedicación?
- ¿Por qué nos pusimos nerviosos y nos vinimos atrás, en un principio, habiendo puesto tanto empeño en aprender la materia?
- ¿Es que confiamos demasiado en otras personas y preferimos que nos saquen las castañas del fuego aún pudiendo hacer las cosas en condiciones?
- ¿No somos conscientes de que oportunidades como estas hay pocas en la vida, son únicas y, si las dejamos escapar, podemos arrepentirnos y salir todos perjudicados?
- ¿Fue por pereza, o acaso no creemos en nosotros mismos?
