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La Biblioteca Olvidada

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Éramos los bastardos desheredados de los señores del mar. El reino que quiso ser nuestro hogar se desmoronaba cuando empezábamos a reír. La sangre fluía por sus callejones, que se llenaron de agujas y artistas callejeras. Los viejos reyes aún creían tener algo que decir, aunque estuvieran derrumbados en sus camas de oro y putas. Entonces el mundo escuchó nuestras cuerdas de fuego. Cuando gritamos, oímos a la falsa razón retorcerse, pero no pasó mucho hasta que las bestias se liberaron y mataron a los maestros de marionetas. Entonces tocamos otra vez, y esas bestias mataron a los viejos reyes y crearon un trono de espinas para nosotros. Es imposible ganar a los dueños del mar, señor. Los viejos reyes mandaron a sus soldados a por nosotros, y uno a uno mis compañeros cayeron. Los soldados enfangaban sus venas y abrían en sus cabezas delirios suicidas. Pero yo nunca caí, y seguí tocando y alimentando a las bestias que, igual que nosotros, envejecían. Hasta que, señor, tú me ataste. ¿Qué quiero? Dame una guitarra y una puta jarra de cerveza.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
No sé por qué, pero escribir este relato me afectó emocionalmente. Estuve el resto de la mañana en que lo escribí bastante triste. Supongo que puse algo de mí que hasta ahora mantenía oculto.

El hombre rasgueaba su guitarra y con su voz cascada seguía cantando como hacía cincuenta años. La canción era la misma, y a él le seguía emocionando igual. Era su guitarra la que estaba mil veces rota y remendada, y él quien no podía tocarla igual. Era viejo.
- Bonita canción- oyó a alguien a su derecha.
Era un hombre envuelto en capa y tapado con un sombrero. A su cintura colgaba el estoque. El viejo no le había oído llegar, pero su oído tampoco era lo que fue. No se sorprendió: esa encrucijada era la más concurrida de la región, lo que quería decir que cada dos días se veía a alguien en caballo, o en carro, o a pie.
- Buenos días, joven. Sí, es preciosa. Pero yo no puedo cantarla como se merece.
- No se crea. Me ha emocionado. Es primera vez que oigo música desde que salí.
- Entonces llegas cincuenta años tarde. Antes yo llevaba esta guitarra de pueblo en pueblo, de plaza en plaza, de taberna en taberna, y todas las mujeres se enternecían con mi canción, y todos los hombres la apreciaban, y todos los jóvenes cantaban conmigo el estribillo...
- Nada es ya lo que era.
- No. Pero yo no me puedo quejar. Encontré a una mujer cuya voz me enternecía a mí, y fui con ella a las plazas a ver a mis amigos jóvenes cantar. Me maravillaba porque nunca creí que pudiera haberles enseñado tanto.
Una brisa cálida empezó a soplar. Pareció surgir de la sonrisa del viajero.
- Yo no tengo una vida tan buena. ¿Qué hay por aquí, buen hombre?
El viejo río.
- Llámame Jack. Nunca he sido hombre de respeto.
- De acuerdo, Jack- volvió a sonreír el viajero.
- Esa casucha destartalada de ahí- señaló- es donde vivimos mi amada esposa y yo. Alquilamos una habitación, por si te interesa. Cultivamos verduras y cantamos juntos tras la cena- sonrió cálidamente-. Por ahí- señaló una rama de la encrucijada- está el pueblo más cercano. No es demasiado pequeño y está muy vivo. Hay un mercado y baile cada sábado, con música nueva de la capital. Una vez al mes hay cine. Si continúas tu camino llegarás a las montañas. Ahí hay pastores y riachuelos. No he visto paisaje más bonito en mi vida, menos... - volvió a señalar- Menos el mar, al que se va por ahí. Son veinte días en carro, algo más a pie, supongo. Hay una ciudad junto al mar. Sus casas son pequeñas. Las que están frente al mar son grises de sal, las del interior, de colores vivos. Cada mañana los pescadores venden sus peces junto al puerto. Y siempre hay gente nueva. Cuando fui vi irlandeses, italianos, gente de Sudamérica y África. Un día vi pasar a un señor árabe con su cortejo de guerreros con cimitarras, y sus tres esposas que parecían tres lunas.
- ¿Y del sur? ¿Sabe algo del sur, Jack?
- Nunca he tomado ese camino. Y tú eres el primero que veo que venga de allí. Pero mi abuelo me dijo una vez que allí había una tierra gris de la que las muñecas de los viajeros nunca salen intactas y cuyos habitantes están ya muertos.
- Su abuelo era tan sabio como usted, Jack. A dos meses de marcha hay una ciudad en la que los campanarios nunca dejan de tocar a muerto, ni las doncellas de tejer coronas fúnebres. Los edificios son altos y casi sin ventanas. El único río que hay allí baja de unas montañas a las que nadie sube ya, y parece de hielo. Dicen que el mal de esa ciudad marchita viene de ese río, porque en tiempos antiguos en esas montañas hubo una batalla en la que murieron tantas golondrinas que las que quedaron se impusieron un luto permanente.
Jack creyó comprender algo. Lentamente miró al viajero de arriba abajo.
- No debes huir de allí. Tú le dabas a esa tierra la poca alegría que tiene.
El viajero sonrió de nuevo, pero esta vez sus ojos se hicieron cristalinos un segundo.
- Era una empresa imposible, Jack. Por eso estoy aquí. Alguien como tú ya lo sabrá... Soy el muerto al que todos lloran. Vi como mis canciones se agotaban. La melancolía de esa ciudad las sorbía sin florecer como sorbe el desierto al agua. Y ya que nunca pude ser feliz en vida, quiero serlo ahora. Viajo para buscar un sitio donde rieguen la semilla que hay en mi vientre con música y no lágrimas.
- Mi mujer y yo queríamos plantar un árbol en nuestro huerto- sonrió Jack, y le tendió la mano al compañero caído-. Ayer cavamos el hoyo.
- Nacerá un olivo- Jack vio en la sonrisa del muerto la canción que había cantado segundos antes, y en su mano sintió una guitarra que ya no existía.
- Haremos aceite.
 

Toni

Leyenda de WaH
Muy bonito. Es impresionante como escribes. Me ha recordado al viejo oeste.
Sigue así. Ese toque de melancolía que le das a tus relatos hacen a los lectores engancharse como lapas al texto.
Suerte.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Este relato está basado en La princesa Mononoke, película altamente recomendable.


- Mamá, se han reído de mí. Mamá, dicen que no soy tu hija y que seremos los lobos y no ellos quienes matemos el bosque.
- No te preocupes, hija. El vientre que te mostró la luz te abandonó, ya no eres suya. ¿Recuerdas lo que pasó al acercarte a ellos? Te temieron. Yo te he dado mis entrañas, tus hermanos han jugado contigo y duermes con nosotros. Eres mi hija.

- Madre, no soy una loba. Madre, soy humana. ¿Por qué no me mataste cuando pudiste? ¿Qué harás si soy como ellos?
- Hija, no soy una asesina. Soy cazadora. Y como estabas en el bosque, aquí has crecido. No puedo cortarle las alas a un cachorro de águila que sale del nido. Solo puedo apagar el fuego que devora los árboles y quebrar el cristal que hiere la tierra. Protejo los árboles, y tú has nacido y crecido entre ellos.

- Madre, no fui yo quien te mató...
- Deja de llorar, hija. Protege a tus hermanos. Al final tú eras la más fuerte...
- Calla, madre, no malgastes lo poco que te queda. Te juro que te entregaré al bosque, y lo protegeré porque nadie me ha dado tanta vida. Muere tranquila, madre. Si los humanos me dieron mi cuerpo, tú me diste mi espíritu, y por eso soy la princesa de los lobos. Duerme tranquila, madre.
- Duerme tranquila tú también, hija. No dejes que nada te robe tu corazón...
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Decidirme sobre si publicar esto o no ha sido difícil... No diré exactamente la razón que me ha llevado a escribirlo, pero está inspirado por algo real. No es tan literal como parece, por suerte.

Madrid, 2 de noviembre.

"Perdona, tengo unos días difíciles, luego te cuento"
No, nunca me lo contaste. O sí. Pero de la forma en que lo hiciste a todo el mundo. No lloré por ti. Mi tristeza iba más allá de unas lágrimas. Era demasiado grande como para salir por ahí. Sigue dentro, moviendo sus cristales, royendo mis pequeños capilares con sus dientecitos azules. A veces se ha atrevido a atacar una vena, y entonces dejo de hablar, porque recuerdo cosas que no pasaron, como si estuvieras aquí. Ella no duerme, y muchas veces me obliga a acompañarla en su vigilia. Y, sin embargo, la cuido como su fuera mi hija. La alimento cada día, aunque eso cobre de mi cordura, porque siento que es lo único que queda de ti.

Ya llevo demasiadas líneas hablando de mí. Pero creo que no puedo hacer otra cosa. Te preguntaría qué tal estás, qué has hecho todo este tiempo, si no supiera ya las respuestas. La verdad es que solo las sé ahora. Cada día me sentaba con tus luciérnagas y me aferraba a sus verjas, desprendías plumas que acariciaban mi piel y calmaban sus temblores. No sabía que ese fuego era el rescoldo de un incendio, ni que ese bastón estaba hecho con tus huesos. Nunca miré al fondo de tus ojos. Si lo hubiera hecho habría visto que alimentabas una fierecilla como la que tengo yo. Supongo que nuestro ADN miente, y somos hermanos.

También quería pedirte perdón por no haber podido venir a tu entierro. Es la primera vez que te visito después de eso. Por eso te traigo esta carta. Sé que no puedes leerla, y el viento la barrerá en unos minutos, pero pienso que el hecho de poner este papel garabateado sobre tu lápida cambiará algo. Soy un pobre iluso.

Espera volver a verte,
T. S.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Quizá debería sentirme culpable según las cuencas vacías me juzgan. Pero no saben nada. Nadie sabe nada. No queda nadie para saber. En mis manos cubiertas de polvo se revuelven los recuerdos de mi madre, de quien confío en mí, de todas las almas del mundo. Incluso los desalmados huyen de mí. Aún no he podido matar a mi hermano, no tardará. Aunque ni siquiera él es desalmado. Él ve satisfacción en el acto de matar, yo solo encuentro curiosidad hacia sus consecuencias. Supongo que el desalmado soy yo. ¿Qué importa?
La eterna sonrisa se abre. Supongo que el juicio habrá acabado. Y otra vez las mismas palabras salen de sus costillas.
- ¿Quieres pasar un mal rato?

Viejo amigo, ya no eres mi amigo. Ya no me conoces. Mira mis manos. Antes, en los tiempos en que incendiábamos las puertas de cristal de los cafés con nuestros gritos, nuestra alegría y nuestra salvaje ceguera, mis manos eran preciosas. Podría lavármelas en agua de montaña, y serían mis manos las que se ensuciarían... Ahora están rotas, manchadas de polvo y sangre. Antes me llamaban poeta, porque mis manos escribían versos perfectos. Y mírame ahora, apenas puedo encadenar dos palabras rotas. Ya sé que antes no era poeta. Debería quemar todos mis versos, en ese acto y ese fuego habría mucha más poesía que en todos ellos juntos. ¡Poesía que nace de lo vacío! ¿No es perfecto? No, nunca lo es, ¡la perfección es horrible! Lo llena todo, lo detiene, lo aniquila y nunca deja espacio para nada más. Me oirás delirar, pero para mí esto está grabado a fuego en mi sangre. ¡Sí! Sí, ahora soy poeta, ¿sabes por qué? Porque mañana no me verá vivo. Tengo entendido que tienes tuberculosis, aprovéchala y serás poeta. Todos pueden ser poetas cuando mueren. Podría escribir en todas las lápidas: ¡Fue poeta...! Así podríamos ser recordados todos. No, qué ingenuo soy. El mundo nunca recuerda a los poetas.
 
Última edición:

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Recuerdo aquellos lejanos días en los que salía a la calle para divertirme. En esos tiempos incendiábamos campos de coral mientras reíamos sin cesar. No sé por qué, pero la vida me alejó de todos, y quedé solo en el camino. Jirones de nubes me detuvieron y atraparon en un lugar asfixiante, lleno de gritos y filos. No fueron días felices, pero sin embargo también los añoro, sobre todo esos escasos momentos en los que salía para sentir el frío de la noche. Aunque hiciera frío, algo cálido arropaba mi corazón. Pero después vino él. Él se colaba en mi vida, en mi espacio, no sabía dejarme solo. Huía, pero siempre me perseguía. Finalmente nos encontramos en una mina de carbón. Él estaba al fondo, y era el diablo. Esa noche vi los siete infiernos, para volver al mundo y ver que a nadie le importaba. Pero a mí sí, el fuego de los infiernos me ha ido consumiendo demasiado lentamente...
Ahora me mira la muerte. Y tiene mis ojos.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
No recuerdo cuándo conocí al chico del tejado. Supongo que fue hace catorce años, cuando nos mudamos a esta casa. Mis padres me llevaron a ver la azotea. Disfruté de las vistas de la cuidad: era pequeño pero estaba a mis pies. Cuando bajamos a nuestro piso, yo tenía escondido el deseo de volver entre los pliegues de mi abrigo. No por las vistas. Allí había algo más.

Sí recuerdo cuando salí discretamente de casa y subí a la azotea. Le vi. Estaba apoyando en la baranda, dando golpecitos en el suelo de cemento. Sus ojos eran cristalinos. Le saludé, y pasamos horas jugando. Ahora recuerdo que nunca le dije mi nombre. Él tampoco me dijo el suyo. Al volver a casa mis padres no me dijeron nada, como si nunca hubiera salido. Fui a verle el día siguiente y pasó lo mismo. Y al día siguiente. Y al siguiente. La amistad secreta continuó durante años. Yo nunca le pregunté si podía ir a su casa, habría sido maleducado. Él nunca quiso bajar a la mía.

Como era de esperar, fui creciendo y haciendo nuevos amigos. Ninguno tenía sus ojos, pero pronto dejé de necesitarle, de verle, de subir a la azotea. Durante diez años le olvidé por completo. Olvidé su suave voz y el sonido de sus golpecitos contra el cemento.
Crecí, estudié, tuve una novia. Todo parecía ir perfectamente. Hasta que me dejó porque, según ella, se había cansado. No me rompió el corazón. Más bien me sorprendió que ella pensara en mí como un juego que se pudiera acabar en cualquier momento. Ese pensamiento me estuvo atormentando durante meses. Y me di cuenta de que todos me veían como un juego. Atormentado, decidí huir de todo y volví al único sitio donde había jugado, la azotea.

Allí estaba él. Había crecido quizá incluso más que yo, pero seguía reteniendo ese aire soñador y sus ojos cristalinos. Con dolor averigüé en ese momento que todos los que deberían haber sido serios conmigo solo jugaban, y al único que había jugado conmigo le importaba de verdad. Se me rompió el corazón y empecé a llorar. Él corrió a abrazarme y me susurró que lo sabía todo. Con su cálido abrazo mi llanto se detuvo. Nos besamos dulcemente. Nos fuimos acercando al borde y, sin separarnos, caímos hacia la ciudad bajo nosotros.
 
Soy fan de los finales abiertos, y también de la información justa, antes que las descripciones innecesarias, pero esta ultima publicación me ha provocado un vació difícil de explicar.

¿Era el chico esquizofrenico?, Aquello que daba los golpecitos ¿Era humano? ¿Por que lo beso?

La idea del suicido tradicional me parece la expresión máxima del narcisismo, pero también considero que se puede hacer de esta idea un concepto menos banal y artístico. No se hasta que punto es uno u otro.

Si tuviera que definir lo que acabo de leer con una sola palabra, seria: PERTURBADOR
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Ya no distingo los disparos de los tanques, las órdenes de las preguntas, los gritos de dolor de quien estoy matando de los míos. Pero no estoy sordo. Todos esos ruidos me atrapan entre ellos, aunque en realidad estén atrapados en mi cabeza, creando una costra que supura ruido en vez de pus, que me está envenenando a pesar de pedirme a gritos que la mate.

Bebo sin parar de la botella que sostienen sobre mi cabeza, aunque abrase todas mis entrañas. Mantengo los ojos fijos en el color cobrizo del líquido. Es un whisky de mala muerte, pero también la forma de no mirar ni sentir el metal que devora mi brazo.

Intento calentar mis pobres manos a la luz de un mechero y las estrellas. Ya nada prende. Tampoco queda silencio para consolarme: los llantos de la noche sustituyen al estruendo del día. Cuento las camillas con enfermos que pasan enfrente de mí. No pienso en nada más al hacerlo. A veces me ayuda a dormir.

Estoy en una grieta de la tierra. Tengo los ojos cerrados y lucho por no despegar la tela de la ropa de mi rostro. Parece que por fin hace calor. No es así, es mi piel la que arde. Nunca más hará calor en este mundo de plomo y cuervos.

Entro a una casa pobre pero limpia. Voy el último, delante están mis compañeros. Hay una mujer y un niño. O una niña, no se puede distinguir. El hambre iguala todo. La mujer empieza a gritar, la pequeña se esconde bajo la mesa. No llora y tiene los ojos muy abiertos. Los demás cogen a la mujer y entran a una habitación. Yo no voy, estoy casado. Nos quedamos solos el niño y yo. Empiezo a registrar la estancia. Parece que no puede resistir. Se pone delante de mí, intentando pararme. Qué incordio. La apunto con mi escopeta. Del otro lado de la pared se oyen los sollozos de la mujer y las risas de mis compañeros. Miro a los ojos de la niña. Tiene la misma mirada que mi hijo cuando le dije que me iba. No, una aún peor. Dejo de apuntar, apoyo el cañón en mi barbilla y me pego un tiro.

Una vez, un amigo me preguntó por qué luchaba. Era uno de esos momentos de tensa tranquilidad que teníamos demasiado de vez en cuando. Le miré.
- Si mi pequeño me da nietos algún día, algo les tendrá que contar. Y, de todas formas, voy a morir mañana.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
El pueblo era un lugar tranquilo y hastiado, donde nada había cambiado a lo largo de tras siglos menos el nombre de sus habitantes. Era una mañana gris de niebla cuando, tambaleándose y harapienta, llegó la niña que había visto el mar. La acogió una anciana viuda, que la alimentó hasta que se repuso un poco. Todo seguía como antes. Pero una noche, mientras le contaba una vieja historia, la anciana miró los ojos de la niña. Se asustó y se asombró. La niña estaba mirando fijamente a un punto más allá del cuento, con una sabiduría oxidada que había cruzado montañas y nadado en ríos, pero había nacido mucho más allá de los casi cien años de la vieja. Ella se atrevió a preguntar en qué pensaba. Y la pequeña abrió los labios por primera vez. Dijo que pensaba en el mar. La anciana habría pensado que era un cuento más, ya que para ella el mar era frágil como las esfinges. Pero la honda mirada de la niña le hizo dudar. La pequeña se durmió pronto. La vieja no pudo dormir. Por primera vez pensaba en los vientos del mundo, y lo pequeño que era el pueblo. Fue la primera a la que llegó el mar.

El día siguiente era día de fiesta, y los niños salían a jugar a la plaza. La vieja mandó con ellos a la niña que había visto el mar. Los niños jugaron a los caballeros que peleaban por el amor de una dama, y las guerras que cubrían con sangre el trigo. Ella dijo que prefería jugar a marineros y piratas. Ni los niños ni las niñas sabían qué era eso, y ella se lo explicó. Esa tarde todos volvieron agotados de las luchas en el mar de los adoquines de la plaza, con parte de la sabiduría evanescente del mar en los ojos. Y se lo contaron a sus padres. Poco a poco el mar fue invadiendo el pueblo. Los más locos se volvieron poetas, los de mayor vista, pintores. El cura, de forma natural, rechazó el espíritu melancólico y delicado que fluía por el pueblo, hasta que su hermana habló con él. Desde entonces el cura predicó que Jesús había caminado sobre las aguas del mar y no un lago. Y todos quisieron ir al mar, sin excepción, pero nadie menos quizá la anciana que cuidaba a la niña que había visto el mar se preguntó por qué se había ido de tal sitio.

Un día, el viento trajo un olor acre. Muchos se regocijaron pensando que era el del mar, ya que no lo conocían, pero la niña se metió en un rincón con un paño húmedo en la nariz y la boca. Odiaba ese olor. Era la pólvora. A mediodía​ llegaron al pueblo los hombres de trajes grises. Traían armas. Se instalaron allí y prohibieron mar, juegos, pintura y poesía. Aunque al cura le trataron como a un señor de la antigua nobleza, él también recelaba. No pasó mucho hasta que uno de los que habían empezado a escribir versos gritó que los hombres de trajes grises se tenían que ir. Y los intrusos sin mar abrieron fuego. Descubrieron, de la peor forma, lo que la niña que había visto el mar ya sabía. Podían ver el mar, tocar el viento o surcar ríos, pero su única respuesta a un grito sería disparar. Ya no eran humanos. Pocos sobrevivieron, pero quienes lo hicieron fueron a otros sitios con mar y sin hombres de trajes grises. Algunos murieron por el camino, pero los que sobrevivieron no fueron felices, ya que les asaltó el terrible mal de la nostalgia. Y las ruinas del pueblo siguen abandonadas, sin poder llorar ni contar su historia, ni poder morir, ni ir al mar.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
¡Gracias! No estaba muerto, estaba de parranda de exámenes.

De nuevo el amanecer me
sorprende despierto. ¿Siempre
es tan corta la noche?
Las palabras están naufragando en mi
cabeza y no puedo escribir ni una.
Sé que eres tú. Siempre me haces
esto. Es tu asqueroso cielo de sucio
carmesí.

¿Por qué? ¿Por qué acortas la
noche? ¿Por qué aún hay sangre vieja
fluyendo bajo tu asfalto? He visto
a edificios buscando a tientas los botones
que les dejaban ver. Veo siempre
golondrinas buscando un tejado
donde el cristal no acuchille sus
plumas. ¿Por qué me haces esto, Madrid?
¿Por qué has desollado a tanta
gente hasta que te pidieron muerte
y luego les curaste, madre terrible?
¿Por qué vive en ti tanto barro
sin forma,
pájaros sin garganta
y gatos muertos de hambre que
miran a las pocas estrellas que sobreviven a tu contaminación?

¿Por qué ahora sí me dejas escribir?
¿Por qué eres mi hogar, Madrid...? nuevo el amanecer me
sorprende despierto. ¿Siempre
es tan corta la noche?
Las palabras están naufragando en mi
cabeza y no puedo escribir ni una.
Sé que eres tú. Siempre me haces
esto. Es tu asqueroso cielo de sucio
carmesí.

¿Por qué? ¿Por qué acortas la
noche? ¿Por qué aún hay sangre vieja
fluyendo bajo tu asfalto? He visto
a edificios buscando a tientas los botones
que les dejaban ver. Veo siempre
golondrinas buscando un tejado
donde el cristal no acuchille sus
plumas. ¿Por qué me haces esto, Madrid?
¿Por qué has desollado a tanta
gente hasta que te pidieron muerte
y luego les curaste, madre terrible?
¿Por qué vive en ti tanto barro
sin forma,
pájaros sin garganta
y gatos muertos de hambre que
miran a las pocas estrellas que sobreviven a tu contaminación?

¿Por qué ahora sí me dejas escribir?
¿Por qué eres mi hogar, Madrid...?​
 

Cheve

MoonLover~
Miembro de honor
Wow, muy bueno Tyren, pareciera la letra de una canción ¿La haz escrito pensando en un ritmo? Se me viene a la mente un par de acordes que podría intentar con la guitarra (Aún siendo malo x) ) que podrían pegar perfectamente con el texto.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
¡Mega actu! Hace tiempo que no me pasaba por aquí y tengo mucho que publicar.

Nada parecía haber cambiado nunca en ese pueblo de valle. Es cierto que la gente nacía y moría, y que de vez en cuando se caía una casa y había que construir otra, pero la vida era siempre la misma, día tras día, año tras año. Y eso le resultaba mortal al huérfano. Vivía de hacer trabajos para otros, lo que por unos años había bastado para su espíritu siempre insatisfecho, pero en su adolescencia se encontró con el horror de que el pueblo no tenía nada más que ofrecerle. Fue entonces cuando empezó a mirar laderas arriba, a las nubes o el cielo luminoso que cubrían las montañas. Nada le llamaba más la atención que los oscuros nubarrones que se instalaban a veces sobre las cimas y derramaban lluvia, relámpagos o granizo. Los miraba siempre que podía, y le daban fuerzas para seguir viviendo. Pasó algún tiempo hasta que comprendió que, mientras otros jóvenes de su edad se enamoraban de las muchachas, él se había enamorado de la tormenta.
Pasó noches en vela retorciéndose en la cama, llorando de rabia por la crueldad del destino, su amor imposible y el asfixiante pueblo. Pasó tiempo sin dormir, tanto que acabó pareciendo un fantasma sonámbulo. Un día en que estaba pastoreando en una ladera, se durmió de puro agotamiento. Entonces escuchó a sus padres, o sus pocos recuerdos de ellos. Le dijeron que la tormenta no era inalcanzable, que era el ser más bello del mundo, pero también era orgullosa y había que conquistarla dándole la flor más hermosa. El huérfano despertó con esperanza. Sabía que el mundo era demasiado grande para que la flor estuviera entre esas dos montañas, pero no por ello iba a dejar de buscar a su amada tormenta.
Pasó los siguientes meses recorriendo el valle de arriba abajo, buscando la flor más bella. Quizá fueran los ardientes picos de dragón que crecían en las laderas. O esas pequeñas florecitas blancas que flanqueaban el río. Un día, supo que había encontrado la flor más bella. Crecía junto a un manantial. Su tallo esbelto sostenía un centro violáceo cuyos pétalos iban perdiendo color, hasta ser como la nieve. Esa misma tarde hubo tormenta, y él empezó a subir la montaña, con más valor que nadie hasta entonces.
El viento le revolvía el cabello, la lluvia se le colaba entre la ropa y en los ojos, y los truenos le amedrentaban, pero aún así no paró hasta llegar a la cima. Gritó de triunfo al ver que por fin estaba tan alto como la montaña, y se extrañó al notar en olor de allí. Nunca había sentido nada igual. De pronto vio que la montaña acababa de forma abrupta, y abajo había una llanura eterna, de agua oscura en movimiento.
- Es el mar. ¿Es la primera vez que lo ves?
El huérfano la vio. Tenía piel de nube, y su cabellera casi de viento rebasaba la cordura. Le dio un vuelco el corazón y supo que era ella a quien amaba. Se acercó y se sentó a su lado, en el acantilado.
- Eres raro. Otros quisieron tomarme desde el primer momento, y yo les maté. ¿Traes algo para mí?
El huérfano asintió. No podía decir nada. Abrió la mano y allí se hallaba una pequeña flor amarillenta, mal hecha, de papel.
- Lo siento... No quise arrancar la flor más bella del mundo- murmuró.
La tormenta le miró a los ojos.
- Y eso hace de tu flor la más bella.
Sonrió, le abrazó y le besó. El huérfano no volvió al pueblo. Dijeron que había muerto por su temeridad, calcinado por un rayo. No fue así. Él se fue con la tormenta, por todo el mundo, y se amaron hasta que las flores dejaron de serlo.

Parece mentira que cuatro hombres hayan conseguido en seis minutos lo que la justicia no consiguió en años. Ya he vuelto al hogar, madre. Espero que así se te borre esa chirriante sonrisa que me enseñaste desde que me echaste de tus entrañas. La veía en todas partes, quizá por eso empecé a intentar borrarla. No quería que nada sonriera. En eso sí me parecía a ti, madre. ¿Quiénes son estos extraños que se inclinan sobre mí? ¿Lloran? No lo sé, ni me importa. Sé que apenas quedan unas horas para que esté grotesco desfile acabe, y entonces ya no me verán ellos, ni nadie, ni tú. También tú me pareces extraña, madre. Los lloros y los abrazos nunca fueron hechos para tus manos. Tú eras más de acariciar la fría piel de tus allegados, y susurrar cosas que nadie quería entender a sus oídos. Yo intenté acallar esas palabras deformes. Cuando vi que ni la música ni el silencio bastaban, probé con gritos de otras personas. Tampoco lo logré. Pero la sangre es peor que el láudano y el opio, y pronto me vi derramándola siempre que podía. Era triste. No sé quién tuvo la culpa. Seguramente yo. No dejes que esa culpa se retuerza junto a los gusanos, madre. No dejes que me devore cuando ya no pueda hacer nada por remediarlo. No me abandones bajo la tierra helada. Quémame, y esparce mis cenizas en el mar. Concédeme eso igual que me has concedido tu máscara de lágrimas. Olvida todo lo malo que he hecho, y recuérdame como ese niño triste que miraba las golondrinas cada vez que atardecía. Y, cuando cierres los ojos esta noche, espero que pienses en mí.

A David Bowie​

- Venid y escuchad, venid y escuchad la historia del hombre que bajó a la tierra, del hombre elefante.
Esa voz era la que escuchaba mucha gente en los tiempos rápidos y revueltos que vivían. Pertenecían a un hombre viejo, de ojos abotonados y con el pelo blanco muy revuelto. Algunos de los que le habían conocido en su juventud decían que eran de distinto color. No era así, en realidad con un ojo miraba al mundo y con otro más allá.

Él solamente contaba una historia. Pero era tan grande y con tantos recovecos que, al igual que un palacio árabe, nadie la conocía del todo, y había quienes se habían perdido en ella para nunca salir. Esos perdidos canturreaban con los ojos cerrados y una sonrisa fugaz permanecía en su rostro.

La historia empezaba con un niño. Ese niño había nacido tras una guerra que devastó el mundo, de modo que vio solo las ruinas y nunca los edificios, solo los cada y nunca la muerte. Era un mundo donde lo más interesante que pasaba eran peleas de ratones, y donde, de nueve a cinco, la gente moría. Lo más lógico sería que hubiese sucumbido al fúnebre hastío, pero entonces la historia sería corta y decepcionante. No, él siempre quiso ir más allá, subir a lo alto. Había en él una bestia que ansiaba liberarse, que pedía poder gritar, desgarrar papeles, asombrar a multitudes.
Su hermano mayor, que era bastardo, supo verlo. Tenía ese ojo de ver cosas fuera de la norma, al igual que él mismo, que había nacido fuera de lo sacro. Eso le llevó a salirse incluso de sí mismo años después, por lo que le encerraron dentro de paredes blandas y asfixiantes, pero esa no es nuestra historia. Volviendo a ella, el bastardo le llevó a un sitio donde aún brillaban fragmentos de la bohemia de hacía cincuenta años, atrapados en los farolillos rojos de las prostitutas. Juntos leyeron historias de más allá del mar, historias de gente que no dormía ni moría, que estaba viva y alerta siempre y nunca detenían su camino. Y la bestia del niño halló dos juguetes que la hicieron feliz: la guitarra y el saxofón.

Trató de alzarse muchas veces, y todas cayó al suelo. Entonces decidió que el mundo no le gustaba, por eso cantó sobre un hombre que salía de él. Y eso fue lo que le alzó, la bestia casi podía tocar la presa con sus manos, y el joven encontró a una compañera que no era su acompañante. Ese umbral se prolongó demasiado tiempo, tres años.
Ambos vieron que era imposible seguir así, y se aliaron. El hombre reveló parte de la bestia que llevaba dentro. La bestia transformó al hombre hasta que casi fue mujer, y ambos cantaron y fueron la historia del hombre que se creyó Jesucristo. Siguieron haciendo música, el hombre cambiando y la bestia destruyendo todas las leyes del mundo.
Pero empezaron los problemas. Se quedaron sin comida a pesar de la fama, y el hombre le dio a la bestia alimentos que menguaron su cuerpo y aguijonearon su espíritu. Pero mantenían la rebeldía de la juventud, y micrófonos, cámaras y lienzos sufrieron el hambre de la bestia, que en el momento más bajo del hombre creía tocar el cielo. Fueron los ángeles de la rebelión, héroes por un día, cada día. Por fin el hombre vio que no podía, no quería ser ceniza, u así restringió a la bestia. Se invirtieron los papeles. Ella pasó a ser delgadísima y se retorcía como el tiempo, los problemas de él cesaron. El hombre siguió haciendo música casi por inercia, pero pronto la gente notó que no era la bestia la que estaba tras el micrófono.

Así que, finalmente, tras muchos años, la bestia y el hombre se sentaron a hablar en una máquina de hojalata y acordaron que ninguno de los dos prevalecería. De ahí salieron muchos largos años de vida tranquila y creación desbordada. Dentro de casa el hombre tenía mujer e hija, fuera la bestia cantaba, pintaba y actuaba como nunca. Pero fue la desgracia la que les volvió a separar. Su hermano, aquel con quien había vivido y leído la bohemia, el que engendró quizá a la bestia, decidió que este mundo quizá no era el suyo y salió de él por el espacio entre una rueda de tren y la vía. El hombre simplemente lo negó y lo negó, pero la bestia le hostigó y rondó hasta que él accedió a cantar sobre ello, y se reunieron y saltaron juntos en una canción que asombró de nuevo al mundo.

Y siguieron pasando los años de bonanza, felicidad y arte, hasta que ambos sintieron que ellos y la vida que habían tenido estaban creando un hijo, un hijo terrible, un engendro que se alimentaba de sus entrañas y crecía sin parar. Pensaron en aliarse para frenarlo, pero vieron que ya eran demasiado viejos, ya no podían. Así que se miraron a los ojos, y vieron que los ojos que miraban no eran más que los suyos, porque en ese momento y siempre la bestia y el hombre eran lo mismo, y por fin lo comprendieron. Por ello se vendaron los ojos para poder mirar las cosas que están fuera del mundo, y miraron y exploraron lo que les había llevado hasta entonces y lo que les quedaba por delante, y los bastardos astutos les dijeron sus últimos adioses al mundo.

Aún hoy algunos le ven. Está en los callejones, al final de una canción o el principio de una palabra. Le ven con su pelo canoso alborotado y la venda sobre sus ojos, botones cosidos en el lugar de las pupilas. Le ven y le escuchan y le tocan, pero nadie que esté con ellos le ha visto también. Eso es porque está muerto, pero la bestia, como todo animal, busca reproducirse, y deja sus crías al amparo de las almas que sepan alimentarlas. Cuenta su historia y quienes la oyen esa noche miran al cielo mientras su bestiecilla da sus primeros pasos.
La estoy notando ahora mismo, es adorable. Espero saber cuidarla hasta que crezca tanto como para destrozar papeles y devorar escenarios, como hicieron sus padres.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Esto es algo bastante personal y distinto a lo que suelo escribir. Pero bueno, creo que a pesar de ser un texto catártico y no estético me quedó bastante bien, por eso lo publico.

Aquella mañana se cumplían tres meses, tres meses desde la última vez que el chico se cortó el pelo, desde la última vez que llevó una camiseta negra, desde la última vez que pisó su ciudad. Era un día perfecto, un hermoso viernes que empezaría a disfrutar unas horas después, al salir de clase, volver al piso de estudiantes y tirar mi ropa vieja y casi rota para ir a comprar otra distinta, más colorida, menos tradicional. "Es de chica", resonaban en su cabeza las voces del pasado. "No puedes llevarla, eres un hombre". ¿Y qué? A él no le importaba si era de chica, no le importaba ser un hombre, solo le importaba que al verse en el espejo del probador sintió que así era, así y no como le habían hecho creer esos dieciocho largos años. Volvió a casa muy feliz y se pasó el resto de la tarde probándose la ropa nueva y sorprendiéndose cada vez más de lo bien que le quedaba.
Tardó un poco en salir a la calle con esa ropa, y al principio las miradas raras le hicieron dudar, pero pronto pensó que al resto de la gente nadie les miraba raro por vestirse como querían. Así que dejó de preocuparse, no era su fallo y no iba a vivir su vida como dictaran quienes miraban raro a lo raro, ya no.
Pero no todo fue de un color tan rosa como el de su camiseta favorita. En su primera cita con su novio después de esa tarde él estuvo cada vez más distante hasta que por fin dijo que no podía ser, que yo quería un chico, que me parecías una persona estupenda pero que así no podía amarte, que le fuera muy bien y le invitaba a los cafés que había tomado, y hasta siempre ya en el umbral de la puerta. Y él se quedó muchas horas más llorando, y realmente, ¿cómo le podía decir que sí era un chico, que claro que era un chico, pero otro chico, no uno como todos creían que fuera, sino mi propia manera de ser un chico? ¿Cómo decirle que aquello de lo que se había enamorado no era yo realmente, era otra cosa en la que le habían obligado a encajar y que no significaba nada? ¿Cómo entender eso? ¿Cómo serlo? ¿Era posible? No, no era posible... Él solo era un chico confundido.
Así que volvió a su casa, rescató la poca ropa vieja que le quedaba, se volvió a meter en ella y no se cortó el pelo porque aún no estaba demasiado largo. Volvió a ponerse negro y gris y pensar en esos colores. La mejor perspectiva que le quedaba eran los botones en los ojos siempre abiertos, así sería por fin libre, como ese pájaro. Se fue quedando solo, y no le sorprendió porque sabía que sus amigos solo lo eran en los buenos momentos, por eso tampoco les culpó, jamás entenderían a un bicho raro como él. Pero no, no todos se fueron. Se quedó con él esa chica de ojos brillantes que le decía que eras un diamante, que me encanta tu forma de pensar y ver el mundo, que una persona como tú no debería estar tan triste nunca. Y se fue acercando a él, ganándose su confianza y sus palabras hasta que por fin le dio las palabras prohibidas, le dijo que te quiero, que eres la mejor persona que conozco y no te merezco, porque yo no soy como crees que soy. Y por eso no quiso ser su novio, pero ni así ella le abandonó, y busqué y rebusqué cuando me dejaba leer lo que había escrito, en cada conversación con él y en las pocas visitas al piso donde vivía de alquiler, hasta que desentrañó el misterio que él había escondido en una bolsa al fondo del armario y no había podido quemar aún porque cada vez que lo intentaba echaba a llorar como un loco, y ella le dijo que le quería igual porque nunca había querido a la ropa ni al nombre sino a la mente, las palabras y las hojas de papel desgarradas de tinta. Y por eso empecé a llorar, pero esta vez eran otras lágrimas, unas que lavaban en vez de enterrar, y cuando ella me pidió que quería verme vestido como yo quería y no como creía que tenía que estar me cambié delante de ella rojo como un tomate, y ella me dijo que la ropa me sentaba genial, mejor que a mí, mi amor. Ya no recuerdo cuál de los dos empezó el beso, el primero de muchos y la primera noche de muchas, y aún nos queremos, sin importar cómo quiera vestirse ni llamarse ni caminar el otro.

Mi intento de hacer bellas las vísceras, los órganos y todas esas cositas dentro del cuerpo humano. No garantizo corrección médica en el texto que vais a leer.

Es cierto que las operaciones del doctor Lang eran limpias. Es cierto que eran perfectas. Pero no había mejor palabra para describirlas que "armoniosas". Ese doctor que aparentaba menos edad de la que quizá tenía ya mostraba una cadencia exótica y algo ligera al caminar y al hablar, pero solo la revelaba con su máscara y bata, dentro del quirófano.
Enfermeras y médicos se agrupaban mientras él se acercaba a la puerta de esa habitación tras la camilla, mirándole y deseándole suerte. Poco les faltaba para tirarle flores. Lang sonrió un instante fugaz antes de colocarse su mascarilla y que la puerta se cerrara tras él. Fue cogiendo su instrumental mientras los afortunados doctores y enfermeros que le ayudaban en esta ocasión desinfectaban la piel de la paciente, una joven que estaría en la flor de la vida de no ser por un tumor que estaba dejando perplejos a los expertos de la ciudad. No habían podido localizarlo a pesar de que habían acotado algunas zonas donde podía estar y como las posibilidades de supervivencia de la chica se estaban reduciendo drásticamente le habían encomendado la misión de encontrarlo y extirparlo a Lang.

La primera zona donde podía estar era el vientre, que él abrió con una incisión precisa como una pincelada de la que apenas brotó cintura roja antes de apartar la piel y los tejidos de debajo para inspeccionar sus suaves intestinos. Los miraba con atención y los tocaba con delicadeza, lo menos posible. No, ahí no podía estar. Palpó suavemente el útero para comprobar que tampoco estaba detrás de él antes de recolocar lo poco que había descolocado y encargar a sus ayudantes que cosieran la piel desinfectada mientras que él se sentó en una silla, en una pose de alerta pero con sus músculos relajados y su mente paseando por el posible hogar del tumor en el pecho, la segunda zona acotada. Cuando tras un rato que se deslizó como lino le dijeron que estaba bien cerrada y anestesiada él se levantó sin esfuerzo y caminó de nuevo hasta la mesa de operaciones antes de practicar una incisión en el pecho. Ese momento era complicado, debía retirar el esternón para poder inspeccionar bien los pulmones. Tras respirar hondo y pedir ayuda para cortar los cartílagos él y otra cirujana comenzaron a hacerlo lenta y cuidadosamente. Parecía que tocaban un adagio en violines de hueso y fueran saltando de una cuerda a otra, a otra y a otra hasta por fin revelar la caja torácica que latía como las olas por el fuerte corazón que vivía en ella. Con cuidado de no tocarlo Lang palpó los pulmones con las manos enguantadas y al notar que no había ningún bulto suspiró de cansancio y quizá rabia ordenando educadamente que recolocaran el esternón y cerraran el pecho de la joven paciente, operación que él supervisó de pie frente a ella ya que esta vez no podía permitirse el lujo de sentarse, además de que no lo haría aunque pudiera porque se estaba empezando a poner nervioso: la tercera zona acotada era el interior del cráneo.

Lang ordenó un descanso de cinco minutos en el cual los cirujanos y enfermeros bebieron agua y se sentaron intentando relajar sus agarrotados músculos al contrario que él, que permaneció de pie mirando los párpados de la chica a la que debía salvar recordando lo que había tras ellos y las lecciones de la universidad de cómo dañarlo lo menos posible. Por fin la orquesta médica se recolocó a su alrededor y él con unas incisiones perfectas retiró un trozo de tejidos de la frente revelando el cráneo blanco como una perla que otro médico se dispuso a abrir con una sierra para hueso cuyo sonido hizo que Lang torciera imperceptiblemente el gesto ya que le parecía que no encajaba en la silenciosa música del quirófano. Cuando volvió a mirar al gran hueso abierto dentro del cual estaba la acolchada masa del encéfalo vio que esta sobresalía ligeramente por la hendidura y sonrió al notarlo: allí estaba. Movió cuidadosamente sus finos dedos, apartando capas y capas de tejido hasta que palpó algo más denso que sacó con dos pinzas. Allí estaba el posible asesino, por poco que lo pareciera esa pequeña masa suave de tejidos estropeados. Tras meterlo en una bolsita transparente y aséptica Lang participó en recolocar el encéfalo, cerrar el cráneo con una placa cuadrada y roma de titanio y recolocar los tejidos que la cubrirían de ahí en adelante. El cirujano se permitió bajarse la máscara y sin exhalar sonreír a los ojos dormidos de la chica sabiendo que ella le sonreiría de vuelta dentro de poco, tras lo cual agarró la bolsita con el tumor y salió del quirófano, la exhibió al personal del hospital y pacientes que le esperaban antes de hacer una reverencia y recibir los aplausos que merecía tras dieciocho angustiosas horas de operación.

Entre las faldas de esas montañas que se encuentran en el centro de la tierra y se alzan casi hasta el cielo hay un pequeño monasterio de madera. Lo guardan seis personas, cuatro monjas y dos monjes. Los rumores dicen que viven para siempre, que conocen todos los idiomas, no solo los de los humanos, sino también los de las bestias, los pájaros e incluso los del fuego y el viento, y que no tienen ojos. En ese monasterio se oculta un libro tan viejo como el cielo, sellado con cuatro cerraduras. Se dice que en él está escrito todo lo que es, lo que fue, lo que podría ser y lo que jamás podrá existir. Ciertos pensadores han señalado que todos los libros son transcripciones de pequeñas fracciones de ese, ya que todo lo que salga en un libro tiene que estar por fuerza escrito entre las páginas de esa antigua reliquia.

En los años turbulentos que siguieron a la Tercera Guerra Grande entre los reinos más antiguos del mundo muchos comerciantes se habían enriquecido comprando barato a los devastados Grandes Reinos y vendiendo caro a los menores (en tamaño y edad) pero florecientes Pequeños Estados, llamados así ya que no todos eran reinos. Y entre todos uno fue más astuto, y en vez de comprar objetos tangibles compró el derecho de comercio de muchos territorios. Así que pronto estaba cobrando impuestos de todos los comerciantes, y después de los reinos. Se llamaba Bregor, y tan solo diez años después de la Guerra Grande ya era el hombre más rico del mundo, y su fortuna apenas había despegado. Pronto tuvo el suficiente dinero como para comprar un estado, y eso hizo, compró una república junto al mar.
Pero se acabó hartando de comprar y vender, de cobrar impuestos y promulgar nuevas leyes pecuniarias. Como su fortuna no dejaría de crecer ni después de su muerte, según los cálculos de los mejores matemáticos que él había podido encontrar y contratar, Bregor decidió asentarse. Hizo construir un palacio grande como un acantilado, donde además de las veinte cocinas y cuatrocientas amplísimas habitaciones para invitados, había unos enormes salones que al término de la construcción quedaron absolutamente vacíos. Allí él pensaba reunir y coleccionar todas las maravillas del mundo, todas.

No tardaron en llegar. De las montañas del oeste le trajeron una escama de dragón, negra como un cuervo, por la que él había pagado todo un lingote de oro. Cierto artesano construyó para él un artilugio alquímicos que consistía en una bola de cristal que, al calentarla al fuego, transmutaba las llamas en pequeños relámpagos que surcaban el interior de la bola. Seda del lejano este, donde se decía que había reinos más grandes y antiguos que los Gran Reinos. Una perla verde del fondo del Bosque Océano. Cuando ya tenía suficientes objetos reclutó un ejército de sabios (con ellos tuvo que amenazar las vidas de sus esposas e hijos, ya que nunca aceptaron el dinero) y fue con ellos a desafiar a una esfinge. El duelo de acertijos tuvo una apuesta descabellada: quien perdiera sería esclavo del otro hasta la muerte. La esfinge usó sus mejores acertijos y se devanó la cabeza para responder a los planteados por los sabios impotentes, pero no pudo evitar perder. Así que Bregor la encadenó y la llevó a su palacio, donde cada día jugaba a los acertijos con ella y ganaba, puesto que una cimitarra hechizada colgaba sobre el cuello de la esfinge y caería en cuanto él errara alguna respuesta.

Cincuenta años tras la guerra él ya veía la muerte cerca, tras una esquina de un puñado de veranos, pero su colección estaba casi completa. Solo le faltaba una maravilla, la más grande de todas: el libro de libros, aquel que yacía en el monasterio de madera. Pero ya era demasiado viejo como para ir con su corte a comprarlo, y por eso hizo mandar a lo largo y ancho de su estado y todos los colindantes un edicto: buscaba a un ladrón, el mejor de todos, para que le trajera ese libro que era incluso anterior a las letras.

Y acudió Sinis.

Sinis era un ladrón tan bueno que los mejores bancos se preciaban de que "solo Sinis les podría robar". O, cuando algo se perdía y no volvía a aparecer, decían que "se lo había llevado Sinis". Robaba, cambiaba, se metía en sitios por donde nadie creía que se pudiera entrar, cantaba y reía cada noche en una taberna distinta como si ya no hubiera un mundo por el que preocuparse y había recibido invitaciones e insinuaciones de hombres, mujeres y otros seres para ir a la cama, aunque él solo había accedido a una. Se decía que incluso había robado dos estrellas de los cielos para ponerlas en sus ojos. Y a pesar de todo era frugal. Vivía en una casita de piedra a las afueras de una pequeña ciudad e iba él mismo al mercado cada día para comprar ingredientes para su guiso de una anciana vendedora que era amiga suya. Vestía también con sencillez, de los mejores tejidos, eso sí. Y cuando escuchó de ese objeto, le entraron unas ganas terribles de poner las manos sobre él, por más sagrado que fuera, por lo poco que le gustara ese Bregor, las ganas de robar ese libro anciano se metieron bajo su piel y fueron comiendo y carcomiendo, un picor que no se quitaba al rascarlo, no se quitaba, no se quitaba, hasta que se presentó con su túnica roja y su capa lila frente al viejo que se ahogaba en su oro y le dijo:
- Yo lo haré.
Bregor sonrió en su trono, ya que nunca habría esperado tan buena suerte, y le dijo:
- De acuerdo, hijo. Te daré la mitad de mis posesiones cuando muera si me das ese libro.
- No soy tu hijo- replicó el ladrón recordando a sus padres en la mesa, dándole un mendrugo de pan y quedándose ellos sin nada para poder pagar todos los impuestos a ese rico desalmado.
- No era para ponerse así. Bueno, ¿quieres un ejército?
- No, señor. Yo no soy un saqueador- dijo mientras alzaba, en su mano, un anillo de esmeraldas que hasta hacía medio minuto había brillado en el pulgar del viejo-, soy un ladrón.
Breogar miró su pulgar, lo vio vacío, sonrió y extendió la mano, en la que Sinis volvió a dejar la joya.

No hablaron más. Sinis partió al amanecer. Robó caballos de los mejores pasos del camino, robó comida de las cocinas de los nobles y ricos de cada ciudad, y a las tres semanas vio alzarse desde el horizonte una serie de agujas tan altas que se perdían en el azul, y supo que estaba cerca. En los dos días siguientes dejó el caballo y fue andando. Rezaba para que el monasterio estuviera a la vista, y no oculto entre esas enormes masas de piedra.

Al tercer día llegó al pie de dos de las montañas. Y en la tercera vio un pequeño edificio, viejo y encorvado, de tejado curvo y paredes abiertas como balcones, todo de una madera apagada. Sonrió sintiendo el triunfo, pero entonces escuchó la voz.
- Alto ahí, ladrón.
Sinis miró hacia arriba. En un saliente de la montaña estaba, con las alas abiertas y fulminándole con la mirada, una esfinge. Era más grande y vieja que la que estaba esclava en el palacio de Bregor, y libre, así que era más terrible.
- Si logras responder a mi pregunta proseguirás tu viaje. Si no, te devoraré.
Sinis asintió, algo asustado. No le quedaba otra alternativa.
- Atada por oro la alimenta la derrota. ¿Qué es?
A Sinis le sorprendió la pregunta. Pero claro, era un acertijo de esfinge. Pensó, pensó y pensó. Pensó hasta el mediodía y siguió pensando hasta la media tarde. Pero el hambre y la sed le impidieron seguir pensando, y contra su voluntad sus pensamientos se deslizaron hacia la otra esfinge que conocía, en el palacio de la desgracia, condenada a siempre perder por una apuesta injusta que perdió solo por no tener oro...

Ahí estaba. Esa era la respuesta. Pero no conocía su nombre. Miró a la gran esfinge, y de pronto se le ocurrió una idea.
- Tu hija.
Para su sorpresa, ella asintió.
- Puedes proseguir, ladrón Sinis. Pero si me la traes, te haré el hombre más sabio que ha pisado el mundo.
Sinis lo decidió en un segundo. Robaba el libro, se lo llevaba al viejo, allí robaba la esfinge y la llevaba hasta su madre.
Comió, bebió y siguió su camino. Al llegar frente al santuario notó que la puerta estaba abierta. Se ocultó cerca y esperó hasta la noche, pero no vio ningún movimiento. Decidió entrar por la puerta. El interior era tan austero como el exterior, y no había ni un alma. En la columna central del edificio había tallada una portezuela de dos hojas. Él se acercó y la abrió. Y allí estaba. Era un libro viejo y pesadísimo, encuadernado en un material que no era cuero ni madera, ni mucho menos metal. Cuatro cerraduras de cobalto lo guardaban. Él lo agarró, sorprendido de lo poco guardado que estaba, miró a todos lados y salió tranquilamente, iniciando su regreso al palacio de Bregor.
Desde las paredes-balcón del monasterio de madera, doce cuencas observaban su caminar.

Llegó de noche a la capital. Parecía que el libro cada vez pesaba más en sus manos. Tuvo que dejarlo en el suelo y sentarse a su lado para descansar, resollando. Lo miró. ¿Cómo podía pesar tanto? Quizá fueran las cerraduras, eran metálicas... Es que qué fácil sería deshacerse de ellas... Y así también podría echar un vistazo dentro... Nada, solo mirar la primera página... Decidido. Se llevó la mano al pelo y desenganchó de los rizos detrás de su oreja una pequeña ganzúa que siempre llevaba consigo. Una a una, lenta y delicadamente, fue abriendo las cerraduras. Y cuando las cuatro hubieron caído, abrió el libro por la primer página.

Los siervos de Bregor le encontraron días después. Estaba en un estado deplorable: sus ropas rasgadas, su pelo descuidado y enredado, demacrado, famélico y sin ojos. A juzgar por las cicatrices de sus párpados se los había sacado él mismo, usando las manos. Trataron de arrancarle el libro, pero Sinis se aferraba a él con una fuerza que parecía imposible para su estado. Al final acabaron decidiendo que si no podían separar al ladrón del libro se llevarían al ladrón también.

- Perfecto- sonrío Bregor al verlo. Ahora dámelo.
Sinis se limitó a negar con la cabeza.
- ¿Me oyes, maldito asaltamercados? ¡Puedo hacer que la justicia te capture y ejecute aquí mismo! ¡Dame el libro!
Sinis fijó sus cuencas vacías en él y volvió a negar. Bregor se desesperó y se levantó de su trono. Por primera vez en veinte años el viejo llevó la mano a su cinto, al puño de oro de su sable, y desenfundó la hoja de acero templado por el mejor herrero. Con un grito de rabia y un tajo le cortó la mano. Mano y libro cayeron al suelo. Sinis se mordió el labio hasta hacerse sangre, pero ni gritó ni se movió. Bregor recogió el libro, tocó su extraña encuadernación, sonrío y lo abrió.
Y profirió un grito de rabia.
Tiró el libro al suelo.
- ¡Maldito ladrón! ¿Qué has hecho con el libro de verdad? ¡Este está vacío!
Sinis recogió el libro con ambas manos y por primera vez habló.
- No está vacío. Tú lo estás, viejo.
Abrió el libro por la mitad y leyó una palabra de un idioma ya olvidado, o quizá de uno de un país muy lejano, o quizá que nunca había existido. Y esa palabra rompió su pacto con la esfinge, que por primera vez en treinta y siete años voló libre. Pronunció otra palabra, y el palacio voló por los aires, y cada maravilla de la colección volvió a su hogar. Y pronunció otra palabra que deshizo todo de Bregor, sus edictos, sus impuestos, sus leyes, sus palabras, su cuerpo y su alma.

Donde había estado el palacio solo quedaba un erial. Sinis cerró las cerraduras y echó a andar hacia las montañas del centro del mundo.

Al llegar allí le volvieron a detener la esfinge que había vivido en el palacio y su madre.
- Gracias, Sinis Sin Ojos. Ahora pagaremos nosotras nuestra parte del pacto- dijeron.
- No- respondió él-. La sabiduría que no se aprende no es sabiduría.
Y así las esfinges no pronunciaron su hechizo y él siguió andando con los pies descalzos desollados por los meses de caminata hacia el pequeño monasterio de madera. Seguía tan desierto como la primera vez que vino. Dejó el libro en la cavidad de la madera de la columna y la cerró. Al darse la vuelta se encontró con los seis guardianes, cuatro mujeres y dos hombres, todos sin ojos. Le dieron comida, agua y una manta para calmar sus temblores. Curaron sus pies crudos, que habían perdido casi toda la piel de las plantas, y tras dos semanas, cuando estuvo recuperado, en una ceremonia que duró dos días y dos noches, le invistieron como uno de los suyos. Agrandaron el monasterio lo suficiente como para dejarle quedarse y le dieron algo que nunca hubiera podido robar, porque necesitaba de una mente dispuesta a dárselo: le enseñaron a escribir. Y él se sentó a escribir durante muchas noches un capítulo más de la historia del mundo en el libro, y también de todo lo que no había en él.
 
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Tyren Sealess

A fullmetal heart.
- Madre, mi querida madre,
por favor, dime qué tengo:
por pensar en la muchacha
que me habló ahora no duermo.

- Hijo, estás enamorado.
El amor no tiene cura:
si no puedes conquistarla,
solo olvidarla ayuda.

- Señora, buena señora,
nuestro hijo no escribe
desde que se fue al frente...
¿Estará muerto o aún vive?

- Ay, queridos, en la guerra
todos mueren, aunque vuelvan.
Si vuelve, bien, si no salió
por fin de esta tierra yerma.

- Vieja amiga, ¿qué me pasa?
Me siento triste y vacía.
No paro de hacer lo mismo
cada tarde, día tras día.

- Mi amiga, ya estás vieja,
y para ti es para siempre...
Pero podemos hablar
y recordar juntas, vente.

Y con mi amiga sin ojos
charlé y fuimos de paseo,
reímos de nuevo juntas
hasta que acabó mi entierro.​

No sé quién fue la primera persona que contó un suceso de su pasado, o un cuento para niños, o un mito, de una manera que intentaba ser bella además de informativa, incluso más bella que informativa. Ni sé quién fue el primero en poner sus sentimientos en palabras y cantarlas al viento. Quizá no fuera nadie. Pero esas dos personas fueron verdaderos genios, quizá los más grandes, verdaderos artistas. Todo el mundo lleva su inquietud dentro, la inquietud de contar, de embellecer esas palabras de mármol y cristal y darlas una nueva vida, hacerlas madera, plumas y la lumbre de la abuela. Desempolvar sus viejos recuerdos y mejorarlos para luego transmitirlos a otra gente que también sepa recordarlo y ver a través de otros ojos, sentir con otro corazón.

El viejo y estricto Platón condenó esto por ser mentira. Y claro, puede ser mentira, ¿cómo se puede contar algo que no se ha vivido, que no se conoce? Pero detrás de la mentira hay una verdad aún mayor, porque el contador de historias de verdad conoce tanto su historia como la gente que hay en ella, o mejor. Puede hablar de la muerte aunque esté en la flor de la vida, y sabe cómo era el frío, el hambre, la desesperación y el dolor de las trincheras de 1916 aunque haya nacido en 1999.

El maestro de Platón, el pícaro y esquivo Sócrates, en su busca de la aún más pícara y esquiva sabiduría, dijo que no por sabiduría cantan los poetas, sino por naturaleza. Y también era verdad. No todos son como esos dos contadores de historias primigenios, no todos tienen la suerte o desgracia de serlo. Hay algo profundo en esas almas, anterior a la razón. Pero, ¿acaso no hay ahí también sabiduría? No la sabiduría de la experiencia y la reflexión que buscaba Sócrates, sino una silenciosa y paciente, la que escucha una y otra vez cada palabra hasta que le digan su otro significado, le digan que los ojos esconden la muerte, el mar, la nostalgia, los ríos, la locura... Y después espera a que se unan para crear a otra persona, o un dios, o un mundo entero, y entonces toma esas palabras y le habla de eso a otra persona, o a un papel, o al resto del mundo. Por eso no siempre son habladores. No todos pueden permitirse el lujo de dejar escapar a esas palabras antes de haberlas escuchado del todo. Aunque tampoco son todos el tipo silencioso, sombrío y taciturno. Los hay, sí, pero el resto no pueden crear palabras de la nada y por eso tienen que leer y escuchar a otros para hacer esas palabras suyas, y viajar, y vivir por sí mismos y ver las cosas que luego transformarán en palabras.

Pueden necesitar más ayuda o menos, pero una historia nunca nace sola. Una historia necesita tiempo, paciencia, esfuerzo y que la quieras como a tu hija, porque aunque no tenga carne sí es una hija. Contar historias es tan difícil y hermoso como vivir. Por eso Stevenson debió ser muy feliz cuando los samoanos, al final de su vida, le llamaban Tusitala, el contador de cuentos.

Al despertarme y tocar mi barbilla recuerdo que vivo en una prisión. Hoy también soñé con la libertad. Y mi libertad es un sueño que nunca se cumplirá. Los espejos me recuerdan que estoy atrapada, y en todos sitios hay espejos, en la pared, en mis manos, en mi ropa y en las bocas de los demás. Llevo atrapada desde que nací y no recuerdo ni un día de libertad, menos aquella vez que me vestí de reina por los carnavales. Todos me obligan a vestirme con esta ropa que no es mía, llamarme por este nombre que no es mío, vivir en este cuerpo que no es mío. A veces lloro y tengo ganas de gritar, madre, madre, maté a tu hijo, no soy tu hijo. Madre, padre, hermanos, carceleros, dejadme escapar, dejad de retenerme en esta prisión de carne. No, jamás podré escapar, ni mi vientre yermo podrá llevar nunca hijos. Algún tribunal divino quiso burlarse de mí y me impuso este castigo, y cuando se harten dictarán mi sentencia de muerte, y entonces seré la ejecutada, y también seré el verdugo.
 
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Tyren Sealess

A fullmetal heart.
He reelaborado un viejo relato para un concurso de escritura que, obviamente, no gané.

La guerra es un monstruo sangriento hecho de víscera y tentáculos. No recuerda, no razona.
Cuando despierta solo devora, y si no tiene hambre tortura y asesina. No deja espacio para
héroes. En la guerra solo hay asesinos y muertos. El asesino de hoy será el muerto de
mañana. No deja espacio para el amor, para las lágrimas, para la poesía ni para las almas.
Abre el costillar de los hombres y allí se instala, en su pecho vacío, y no se puede sacar.
Cuando está despierto, el monstruo se resiste a dormir. Y cuando por fin se duerme, ¿qué
queda? Una paz sin piel y pájaros sin garganta. Almas rotas y vidas calcinadas. Nada. ¿Habrá
algo peor que el monstruo de la guerra?
Sí, sí lo hay.

一 Niña, hoy el sol está triste.
一 No lo veo, abuela.
一 Qué suerte tienes, niña.

El pueblo yacía sobre sus calles, pataleado y lleno de cardenales. La luz del sol era demasiado
fuerte y demasiado blanca. Perforaba las pupilas. Ni siquiera quedaban hojas en los árboles
para detenerla. Y sin embargo nadie se refugiaba tras las ventanas ennegrecidas. Todos
estaban en las calles mal empedradas, con sus ojos abiertos mirando al cielo que olía a
pólvora. No quedaba nadie para recordar ese amanecer.
Sí el ocaso que lo había precedido. Ninguna estrella se había atrevido a salir, y lo único que
brillaba sobre el mundo eran las dudosas hogueras del pueblo astillado. Sobre la tierra solo se
movía una silueta negra. Era un viajero enroscado en su abrigo, que caminaba con cautela,
temiendo que la tierra acechante le robara su poco calor. Al llegar al pueblo llamó tres veces
a la primera puerta que vio. El hombre pensó que era su muerte, por eso abrió. Quedó algo
decepcionado al no ver más que a otro hombre.

— No pases por aquí, viajero. Ya es mucho que te haya abierto.
El viajero no se amedrentó con la advertencia afilada.
— Este es el único pueblo en millas a la redonda. Llevo noches y noches a la intemperie. Por
favor, solo una cama, solo un techo.

El hombre vaciló y por fin se apartó de la puerta abierta.

— Esta noche, no más. Y no abras a nadie.

Dicen que el valor de un hombre se mide por su honra. Mentira. Lo mide el metal frío de su
cartera o de una cámara acorazada. Quizá en parte su inteligencia. Pero los hombres sí miden
a las mujeres por su honra. Sus padres, ese manojo de vísceras y sangre llamado cuerpo que
solo un desgraciado puede encontrar bello, y su limpieza, y su historia. Y desgraciados
crueles como son, ellos mismos les quitan la honra. Es igual que sean tan jóvenes que aún no
sangran o tan viejas que ya han dejado de hacerlo. Les arrancan todo lo que llamaban suyo,
las desgarran y acuchillan, les hacen tragar gusanos y ahogarse en sus lágrimas, y las dejan
tiradas como un cartucho usado. ¿Y qué queda? Un ser que apenas puede mantener sus
pedazos unidos, vacío si no fuera por la llama del odio. Y detrás del odio, la certeza de saber
la verdad.
La verdad que dice que el monstruo del hombre es lo único peor que el monstruo de la
guerra. Porque solo el hombre es capaz de usar al monstruo de la guerra como escudo, y
detrás de él hacer cosas tan horrendas que rechazan tener nombre.

Con esa verdad en mente los seres descompuestos y casi vacíos que habían sido una vieja y
una niña miraban el alijo que habían olvidado allí un año atrás los soldados con su huida
apresurada tras la rendición. Había suficiente, más que suficiente.

— ¿Seguro, abuela?

La vieja asintió. Pensaba en el hombre que les había quitado el valor a ella y a su nieta para
tener más del suyo, en todos los hombres que las habían reducido a lo que eran ahora y en la
gente, mucho más numerosa, que había mirado y callado. Hoy se cobrarían lo que les habían
hecho pagar a ellas, con un metal distinto al de sus carteras.

— ¿Por qué tanta desconfianza?— se atrevió a preguntar el viajero.
El hombre suspiró, sintiendo las fauces en su corazón de nuevo.
— Aquí se pierde la gente como se pierden las cosas… Y lo peor es que a veces aparecen. Yo
perdí a mi hija, años antes, a mi madre. Y nunca han aparecido.

Mentía, por supuesto. No eran esas las fauces que atravesaban su corazón. Era la culpa que de
día cargaba a su espalda y de noche bajo sus párpados. Pero pronto la culpa cambió a otra
cosa, a una certeza terrible.

— ¡Vete! Vete, ya te he dicho demasiado. Vete, vete, no te pierdas… Esta noche estoy
triste… Esta noche quiero morir.

Era mentira, gritó e imploró piedad justo antes de que le disparara. Sollozaba el nombre que
había sido de su hija, pero yo ya no era ella. ¿Era el último? Seguramente. Miré el pueblo.
Menos mi abuela, los ojos de la gente estaban vacíos, y poco faltaba para que los abrieran los
ratones. Ese día el asfalto no se calentaría. Ese día los charcos se irían y no habría lluvia. Ese
día el aire olía a pólvora.
El chasquido del revólver delató al viajero. Había visto la representación desde su ventana,
igual que ahora miraba a la terrible niña girándose hacia él.

— Tú no eres de aquí— dijo—. Una pena, quizá no merezcas morir.
Le apuntó.
— No lo intentes— casi susurró el viajero.

Se miraron largamente sin soltar sus armas. A paso de vieja se fue acercando la otra asesina.
Le bastó un vistazo.
— Baja el arma, niña. Déjale ir.

Y el viajero se fue como había llegado, enroscado en su abrigo. Poco le importaba que fuera
de día y no de noche: para él estaba siendo lo mismo salir del pueblo asesinado que llegar al
pueblo apenas vivo. Quizá sí fuera la muerte, después de todo.
Por detrás de él sonaron dos tiros de fusil. Las balas inundaron el aire. La luz era descarnada.
La pólvora brilló en el viento. Despuntaba febrero.
 

Tyren Sealess

A fullmetal heart.
Advertencia: el siguiente relato, aunque no explícito, trata temas de violencia y abuso.

Agosto ese año fue demoledor. Bosques enteros quemados, agua cortada de doce a cuatro. Connie se pasaba esas horas con la cara pegada al cristal de la ventana, pero ni siquiera eso estaba frío. Ya no quedaba frío en el mundo. El hielo del congelador se lo llevaban sus padres, mientras ella vigilaba a su hermanito de dos años para que no le alcanzara la hipertermia. Después de la cena se sumergía con él en la bañera, pero eso no duraba mucho. El calor y los fantasmas apenas la dejaban dormir por la noche. Daba igual que la ventana estaba abierta o cerrada. No quería desnudarse.
Por la mañana hacía deberes. No había suspendido, pero su madre le daba cada día una hoja con ecuaciones. Decía que era su única alumna buena entre todos esos negratas y chinos. Connie no recordaba ningún momento de su vida en que su madre no la hubiera enseñado. Tampoco recordaba ningún abrazo ni ninguna risa.
Pronto llegaban las doce y ya no había agua. Comían y cada uno a su habitación. Connie volvía a pegar la cara al cristal. Ese día empezaba a ver destellos rojos entre el bosque. Unas horas después oyó a su padre gritando por teléfono. "¡No! Hay un cortafuegos alrededor de la casa. La casa es de cemento. No arderá. ¡No nos iremos!" La silenciosa cena, y el baño. Connie creyó que esta vez el agua tenía un olor acre. No duró mucho. Pronto llegó su padre y se desnudó. Su piel era peluda. "Connie, perdona lo de antes. Este sheriff es un hijo de puta." Sacó al pequeñajo y se metió con ella. Esta vez fue peor. El agua de la bañera disimuló sus lágrimas.

Por la noche hacía más calor aún. Era el incendio. Connie se puso su pijama negro y bajó al salón. No le costó encontrar la llave del cajón de cosas de mayores y colarse luego en la habitación de sus padres. Ella dormía en la cama, él en el sofá. Abrió el cajón del armario y sacó la pistola, plateada, pesada. Subió a su habitación y durmió abrazando a su hermanito y a la pistola. Eran las cosas que más quería en el mundo.

Al tercer día el fuego se veía por la ventana. Connie se puso al pecho la mochila del bebé y metió en ella a su hermanito. Él rió y jugó con su pelo. Ella sonrió por primera vez en días y bajó a desayunar. "¿Por qué le llevas así, Connie?", preguntó su padre. "Nos vamos", dijo ella. "¡No, puta, te quedas aquí, todos nos quedamos!" La agarró del brazo con la ira en su cara. Era el fuego. Pero los ojos de Connie eran árticos. Eran lo único frío en el mundo. También la pistola cargada le pareció fría cuando se la sacó de los pantalones negros y apretó el frío gatillo contra el pecho del monstruo. No tuvo tiempo de reaccionar. "¡Asesina!", gritó su madre y agarró un cuchillo. "Asesinos", susurró Connie mientras disparaba un segundo tiro igual de certero. Cogió un galón de agua y salió de la casa. El fuego consumiría en olvido los cadáveres. Con dos muertes a sus espaldas y dos vidas en sus pechos, Connie y el pequeño Rickie buscaban el frío. Pudieron salir del bosque sin que el incendio les matara. "Iremos a Canadá", le susurró a su hermanito. "Ya estoy harta de California. Seguro que allí hace frío."
 
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